Julio transcurría con sus heladas garras durante aquella madrugada de 1993.
La televisión emitía su rutinario aburrimiento de política y reveses, ante la opresora pereza de un joven que estaba cubierto por una frazada, recostado en el sofá con una pelota de básquet desinflada como almohada.
Había quedado al cuidado de la casona; sus padres habían decidido tomarse unos días en la ciudad, debido al trillado estado de su matrimonio. Casi se cae del susto al oír un desgarrador alarido que sin lugar a dudas provenía desde la planta baja. En una fracción de segundos se aferró a la escopeta que su padre celosamente mantenía en el segundo cajón de la alacena, y aguardó lo impredecible detrás de la puerta. No quería imaginarse que el atroz alarido fuese emitido desde el cuarto prohibido, ese, donde su padre le había impedido su entrada desde que tenía noción de su existencia; y que desde hacía tal vez veinte años, cuando cambió el empapelado de las paredes, selló la puerta con maderas cruzadas e hizo que los operarios de la empresa cubrieran toda la abertura. – Aquí ya no existe ninguna puerta- fue la única explicación que le habría dicho alguna vez. Las idas y vueltas de sus padres en torno a su relación matrimonial, había echo mella también en la cabeza del joven. Había estado muy sensible durante esos últimos días. Por su mente pasaban como espectros uno a uno interminables sesiones de golpes y forcejeos, donde en los meses pasados tuvo que entrometerse para que no ocurriera una desgracia. Recordaba claramente los golpes, muchos golpes y el horrible llanto de su madre. En especial aquella vez, cuando tendría tres o cuatro años. Estaban dentro de aquél cuarto; él jugaba con un camioncito de plástico en el porche, pero aquella espantosa pelea lo condujo entre sollozos a su encuentro. La puerta estaba cerrada, pero el alboroto seguía. Recuerda que se había acercado a la puerta y quiso mirar por la cerradura. No recordaba si es que vio algo dentro, solo sintió todo el peso de su madre encima de él producido por una horrible bofetada de su padre. Otra vez se volvió a tocar el tema durante una cena, cuando su madre en otro vano intento por salvar el matrimonio, propuso vender la casona. La respuesta de mi padre vino, otra vez, cargada de ira y golpes. -2- Joaquín temblaba con la escopeta en sus manos. Contemplaba por la ventana la oscura inmensidad de plantaciones y aquella lucecita del vecino más próximo a tres kilómetros de su vivienda. Trató de no hacer ruido y aguardó la llegada del amanecer y sus trinos. Despertó sobresaltado; mantenía aun un dedo en el gatillo. Por la ventana, la tenue luz del alba anunciaba junto al canto de los gallos, la llegada de un nuevo día y de los peones a la quinta. Se tranquilizó, dejó el arma en la mesa, se preparó café y encendió la radio. El sueño lo derrotaba, bajó rápidamente las escaleras y verifico con la presteza de un forense cada rincón de la planta baja. Durante las primeras horas de la mañana, tuvo la intención de traer algún peón para que lo ayudase a derribar la puerta, pero se contuvo ante la probabilidad de que tal vez no sería el origen de aquél horrible alarido. Además estaría rompiendo la promesa y el secreto tan celosamente guardado por sus padres. Contemplaba la casona desde afuera recordando un cuento de Lovecraft, donde un personaje, al desenmascarar un mito tan rígidamente creído por generaciones, se iba quedando sin alma, vacío, hueco. Rechazó la idea, y aprovechando la amistad con uno de los embaladores, lo acompañó durante toda la tarde en el galpón. Hacia las seis de la tarde, merendó con los peones y se introdujo a la casona. No soltó ni un instante la escopeta. En la planta alta se preparó la cena, encendió el televisor, ubicó el viejo sofá enfrente de la puerta, martilló la escopeta y quedó en él aguardando un posible ladrón. El alarido esta vez vino acompañado de voces guturales que injuriaban a todo el mundo, voces capaces de aterrar hasta los muertos. Joaquín saltó del sofá, se acercó a la puerta y sin hacer ruido apoyó un oído en la madera. Pero todo calló. Abrió lentamente la puerta; la planta baja estaba tan iluminada y sola, como la había dejado. -¡¡¡Quién anda allí!!!- gritó. La vacuidad de la respuesta lo doblegó del terror; sin embargo comenzó a descender los escalones. Sentía los latidos de su corazón. Estaba a metros del lugar donde en algún tiempo se erigía la puerta del cuarto prohibido, pasó de largo hasta salir de la casona. Despacioso comenzó la ronda ante el desaforado concierto de anfibios en el estanque. Oyó perros a lo lejos y lechuzas agoreras. -No hay nadie- se dijo, dirigiéndose al galpón. Encendió la luz y extrajo una barreta. Sin soltar el arma ingresó a la casona y seguro de sus pasos se dirigió al lugar donde estaba la puerta. Ubicó cada una de las maderas y comenzó a extraerlas con la ferocidad de un desequilibrado. Un disparo en la noche voló la cerradura. Empujó la puerta, esta cedió con un áspero chillido de goznes. Encendió la luz y contempló impresionado el entorno. -Es el cuarto de una niña- se dijo al observar los juguetes encima de una repisa, la cama con vuelos rosados; todo cubierto por una gruesa capa de polvo. Unos pasos más en el interior lo condujeron a una mesa de vidrio y madera, sobre la cual había un recorte de periódico. “Muere niña en un accidente familiar. Este infortunio se produjo en el paraje Los Pinos, en los campos de la ciudad, cuando una niña de cuatro años cayó por las escaleras de la casona. El deceso se produjo en el acto” El recorte se le cayó de las manos, esa niña era su hermana mayor- por eso tantas peleas y golpes- se dijo. Sus ojos se aguaron. Dejó el arma en la mesa y levantó del suelo una muñequita de trapo. Se sintió vulnerable, había trasgredido un secreto fundamental, y ahora todo destrozado, irremediablemente en falta se abandonó en la cama en medio de una nube de polvo e intentó dormirse. -3- Sintió pasos afuera, pasos que iban y volvían por la planta alta. Tomó el arma y se decidió enfrentar la situación. -¡¡¡Quién anda ahí!!!- volvió a gritar. Nadie le respondió. Apuró sus pasos por la escalera y abrió la puerta de la cocina de una patada. Del otro lado, una niña, la carita triste, asustada y apunto de llorar lo contemplaba con su pelota de básquet entre sus manitos. Retrocedió, casi cae escaleras abajo, dejó el arma e intentó hablarla; pero el sonido de un vehiculo lo sacó de contexto. Se encontró nuevamente con la escopeta en la mano derecha. Apuró sus pasos hacia la ventana y observó la camioneta de su padre estacionada. -Volví hijito, vine para llevarte- dijo mientras contemplaba el desastre que había provocado en la puerta del cuarto prohibido. Joaquín lo miraba desde arriba. -Te portaste mal hijo, igual que tu madre, quien tropezó por las escaleras del hotel donde nos alojábamos y se mató- -No te acerques o disparo- respondió Joaquín. Su padre sonrió y sacó de su chaqueta una pistola que brilló en su mano. El joven había sufrido a lo largo de su vida un constante maltrato por parte de su padre, motivo por lo cual el terror hacia su persona era incontenible. Se alejó de la baranda y se encerró en la cocina. Su padre subía... sus pasos se acercaban por la escalera de madera, segundos después intento mover el picaporte. Joaquín lo aguardaba en el sofá apuntando con la escopeta. El teléfono sonó con más estridencia que de costumbre. Joaquín lo observó por inercia, y al volver la cabeza hacia la puerta sintió como el terror se desvanecía. Se acercó a la puerta, aguardó un momento y la abrió. Todo estaba intacto, ¡Hasta el empapelado y la puerta del cuarto prohibido!. El teléfono siguió sonando. Atendió. Era su madre, que entre llantos le comunicó el horrible accidente que acababa de sufrir su padre; quien al querer bajar por las escaleras del hotel donde se alojaban, tropezó y cayó escaleras abajo. Se mató... -Paso por vos en la mañana- le dijo y colgó... Esa noche Joaquín no escuchó gritos; solo rebotes de su pelota de básquet en la planta baja.
de El Hacedor de Sombras 2010 (Derechos Reservados)
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