miércoles, 18 de agosto de 2010

CUENTO "EL PASE"

El camión devoraba los últimos kilómetros del camino que nos dejaría en la frontera. Mi padre y un vecino llamado Pedro tomaban los últimos tragos de vino caliente, contenedor de coraje en horas de cansancio y destierro. Un señor petizo y panzón descendió de la cabina; de unos 60 años, los bigotes encanecidos y la tez curtida por el sol de las alturas, le daban la apariencia de turco. La coca salía de su boca en cada intento por parafrasear algún vocablo. Acomodó sus pantalones en forma grotesca; me pareció nervioso, no paró de moverse ni un minuto en frente de los peones aun en el acoplado. - ¡Bajen manga de borrachos, ya se acabó el paseo; el patrón les va a hablar!- El patrón asomó la cara desde la cabina, aguardó unos minutos, adaptó el sombrero a su calva cabeza y se dejó ver. Era alto, llevaba una chaqueta gris y botas de cuero. Movía el cuello y los hombros cuando hablaba. En primer lugar nos bajó el precio acordado con el capataz, retuvo nuestros documentos, los guardó en un maletín y volvió a subirse al vehículo. -¡Ya lo escucharon, si no quieren trabajar, ya conocen el camino a casa!- terminó el capataz. Caminamos por una picada que se extendía ampliamente hasta perderse en un punto lejano en medio del monte, ella nos condujo hacia una lomada. Detrás de la misma se ensanchaba hasta perderse de vista las plantaciones de caña de azúcar. Nos anotamos en una casilla de madera donde atendía un porteño al que le decían Pichón, luego nos derivaron hacia los añosos hospedajes de adobe y paja; que ocupaban una franja paralela a la casona del patrón. La casona era habitada por el capataz, y a la vez servía de almacén, a cargo de su mujer. El sol se perdía en el horizonte surcado por una cadena de milenarias montañas cuando nos fuimos a descansar. Mi padre y Pedro discutieron toda esa noche… Golpes estruendosos de un hierro sobre un pedazo de riel nos sorprendió aquella primera madrugada. El capataz nos despertó para que comenzáramos el trabajo. Se comentó tiempo después que nunca dormía de noche, se la pasaba chupando ginebra y se acostaba recién después de golpear el riel; para reaparecer por la tarde medio atontado por la bebida. El porteño nos tarjaba en una casilla prefabricada, él se encargaba de controlar la producción de la semana, y los fines de quincena nos proporcionaban vales para que los gastemos en el almacén de la Gorda del capataz. Mi padre agarraba mis vales y los guardaba en un tarro que celosamente enterrábamos en un montecito, cerca del rancho. Después se iba al almacén y compraba yerba, azúcar y fideos; a veces me traía golosinas y bolillas. Trabajábamos todo el día, con la oración nos íbamos al rancho, pero antes de llegar cortábamos yuyos;…para cambiar los colchones… decía Pedro, mientras reía de buena gana. Después de un cierto tiempo comencé a quedar solo por las noches, porque mi padre y Pedro se iban a reuniones.
De vez en cuando soñaba con mi escuela, con los amigazos que tenia en el pueblo, con juegos, trompos y las figuritas del mundial. Soñaba que jugaba hasta el churtí... Recordaba la cara de contenta de mamá, cuando me esperaba en la puerta del rancho y me servía mate cocido con tortillas fritas…. Muchas veces, mientras dormitaba, oía a mi padre llegar sobre la hora del fierro del capataz…Pobre, trabajaba como una bestia… Un fin de semana, mi padre estaba con Pedro y con Filomeno borrachos de alcohol y ausencias. Filo, era un peón que venía de Tarija, hablaba mitad castellano y mitad quechua, a este se le dicen diario mojao, no se le entiende nada, decía Pedro. Había algo en ese hombre que atrajo mi atención, una cicatriz que le cruzaba el pecho y unos ojos como de guerrero, mezcla de desconfianza y seguridad en si mismo. Contaba que había tenido que abandonar su ciudad y su familia al escaparse de la cárcel y que en esos días se iban a cumplir cuatro años, sin noticias de ellos. Mi padre posó la mano en su cabeza, la sacudió y recordó un fragmento de un poema de Castilla “Todos estamos solos tristes queriendo querer”. Pedro intentó enfriar la situación con una copla, y salió a buscar más vino del almacén. El cielo oscurecía lento y pesado, el sueño ya nublaba mis sentidos cuando una feroz carcajada me exaltó. – ¡Me voltié la gorda!- dijo Pedro mientras imitaba un vaivén desenfrenado. Tomaron toda esa noche y parte del otro día. Al despertar vi a mi padre durmiendo, sin embargo Pedro y el Filo seguían la celebración; a ellos se les sumó el porteño. Pichón, era un tipo moderno según mi padre, le gustaba la joda y las mujerzuelas, usaba aros en la oreja y la nariz, se había tatuado a San La Muerte en el pecho. Tené cuidado con ese chango, es drogadito me dijo más de una vez. La jornada comenzó con los exagerados golpes del capataz en el riel. Voy a revoliar a la mierda ese fierro- renegó Pedro aun con los vestigios de la borrachera del día anterior. Pichón nos aguardaba en la casilla; había en su cara rastros de haber recibido golpes, tenía los ojos y la nariz hinchada. Pasamos todos por la tarja, mi padre se alejó de los surcos; lo vi murmurar con Pedro. Algo no andaba bien, se notaba en las expresiones; como si unas breves palabras fueran capaces de hacer reventar la tierra y dejarlos sin alma. El ocaso se presentaba implacable, sanguinolento. Volvíamos al rancho cuando mi padre fue interceptado por Filomeno. Se quedaron charlando victimas del nerviosismo. Pedro no me dirigió la palabra mientras avanzábamos, transpiraba helado; llegamos al rancho y preparamos la cena. Apareció a la medianoche, cargó unos papeles en el morral y salió al encuentro de una madrugada que se presentaba ventosa. Escuché susurros afuera, luego pasos alejándose…nada más.
Las huellas del horror aparecieron con el amanecer. – Se llevaron a Filo y a seis más; me salvé por pura providencia de Dios- se limitó a decir mi padre. Pedro asintió con el ala del sombrero y salió a formar fila para la tarja. Esa mañana Pichón brilló por su ausencia, el capataz estaba en la casilla. – ¡Miren manga de ignorantes, a los subversivos se los lleva el diablo, espero que hablen si escucharon o vieron movimientos en las noches! ¡Hablen si no se van a ir todos al infierno!- gritaba estrujando como un trapo sucio el ánima de los pobres peones. -Hideputa- murmuró Pedro mientras apretaba el pañuelo. Mi padre no hizo ademán alguno y siguió en la fila. La incertidumbre cundió cada rincón del peonaje, estaban muy extrañados por el sistema que comandaba la finca. La tarde quemaba los sentimientos y las horas; cuando apareció Pichón vendado y magullado por todos lados. Rengueaba y se esforzaba para hablar. Estábamos bajo un algarrobo cuando se nos acercó; se sentó junto a mi padre y le dijo sonriente –Duro el boliviano, casi se escapa, después de haber peleado con tres milicos se metió entre las plantas, de no ser por mi puntería se habría escapado; pero tenía que morir, el descarado andaba en la renga- terminó. Las pupilas de mi padre brillaron nubladas, no hizo comentarios. Pedro se levantó y se fue al almacén. Esa noche, mi padre y Pedro discutieron con las velas apagadas, los noté nerviosos; pero decididos.
Los golpes del capataz, esta vez fueron algo más tranquilos. Pichón se disponía a tarjanos. Estábamos en la fila cuando se nos dio la novedad… - Esta tarde viene el tipo de los alimentos, así que aprovechen para comprar lo necesario, porque la gorda se va un mes pal Buenos Aires - Volvimos, desenterramos los vales y los llevamos para la cosecha. Debíamos estar a la expectativa para no quedarnos sin lo esencial. Respirábamos cerca del mediodía a la vera de una acequia. A lo lejos veía mujeres cosechando sin parar con sus niños atados en la espalda; también vi niños como yo y más chicos la cara partida, sin el ángel de la infancia. Me acomodé en un pacará y cerré los ojos… a mi memoria volvía mi madre diciéndome que los pobres también somos lindos si estamos limpitos, recordé también a mi perro Goliat, cuando salíamos por la picada a quirchinchiar. Ese era un buen perro, pero, lejos de todo no era mas que una sombra sin dueño… Quedé dormido, mi padre me acomodó en el árbol y continuó con la tarea. Gritos y corridas me despertaron a eso de las cinco. Había llegado el señor de las mercaderías. En la cabina y sobre los alimentos venían apostados 6 soldados. Mi padre y Pedro no se impresionaron, dejaron lo que hacían y se acercaron charlando al vehículo. Vi en sus rostros signos de un fuerte nerviosismo -Quédate tranquilón vos, conocemos al dueño del camión – dijo Pedro.-Seguramente tiene algo para nosotros. El capataz no apareció. Se debe estar voltiando la gorda dijo un peón- le tiene que durar un mes- terminó ante la risa de todos los que estaban en el lugar. Sorpresivamente mi padre no compró alimentos, solo un paquete de cigarrillos y coca. Los observaba desde una distancia prudencial. Los soldados comenzaron un exhaustivo proceso de interrogatorio a los peones, algunos fueron golpeados salvajemente. Pero el resultado terminó siendo negativo. Al rato salió la gorda, estaba ridículamente vestida. Tenía una pollera larga de varios colores, un sombrero, de esos raros y una camisa azul. Pusieron en marcha el vehículo y se perdieron en la espesura del monte. Mi padre se acercó, sacó de sus bolsillos caramelos y bolillas lecheronas. Sonrió y me dijo claramente –Hijito; hoy es nuestro día- abrió el paquete de coca y pude ver un arma. Quedé solo aquella noche, Pedro y mi padre salieron a otra de sus reuniones en el rancho de un tucumano que le decían Pochola. Sin embargo, me encargó que apagara todas las velas y que acomodara en mi bolsito lo básico para aguantar por lo menos dos días. Oí gritos y disparos durante gran parte de la noche. Luego todo pasó, dejando lugar a un sin fin de ranas que cantaban en la represa. Supe que asesinaron al capataz, cuenta Pedro que lo hallaron en la casona abotonado con Pichón. Murieron algunos peones y algunos allegados al capataz, como el gallego Pistónini y el colorado Sánchez, pero era necesario aclaró horas después Pedro. Robaron dinero y los repartieron entre todos los peones. Esa noche había comenzado la lucha… Cargué nuestras miserias en los morrales y aguardé la llegada de mi padre. Caminamos no se cuántos kilómetros por medio del monte, éramos doce varones y tres mujeres, cruzamos el río y seguimos por un camino que nos condujo al camión del señor de los alimentos. Junto a él estaba la gorda del capataz y los soldados maniatados en unos matorrales. Cruzamos la frontera; nos encontrábamos en una casa en las adyacencias de Yacuiba. Mi padre me separó del grupo, me besó la frente y trató de hablarme, pero las lágrimas y la angustia impedían cualquier esbozo de su boca. Te amo y tu madre también te ama- me llegó a decir. Pedro lo llevó para un costado. Me subieron en un camión y salí de allí con la tristeza de una vida que se acababa. La madrugada traía consigo mucho viento y una llovizna que helaba hasta los huesos… Los peones y mi padre cargaron un camión con armas y alimentos que estaban esparcidos a lo largo de una galería. Vi también varios cuadernos con nombres, miles de nombres y apellidos. Subieron los doce que vinieron desde la quinta y volvieron para Argentina en busca de la libertad perdida hacía dos años. El pase, al menos aquella noche estaba libre… Nunca más vi a mi padre, esa noche me llevaron hasta unos campos de Santa Cruz de la Sierra y, al mes me embarcaron en un avión rumbo a España, donde me aguardaba una vida sacrificada, triste y sin identidad… Ayer volví a mi pueblo después de 25 años. Mi mujer y mi hijo quisieron conocer a Pedro, aquel Pedro que tanto les había mencionado a lo largo de nuestra vida. Era uno de los dos sobrevivientes de la masacre en la que cayó mi padre tres noches después del pase por la frontera. Caminé por lugares conocidos, me crucé con amigos de la escuela, la vieja Aurora seguía con su escoba en la vereda, repleta de chismes y vulgaridades. Fui donde estaba mi casa; no me animé a preguntar quien la habitaba. Pero no pude evitar recordar la imagen de mi madre aguardándome en la puerta cuando volvía de la escuela. Mis ojos se aguaron. Toqué la puerta de Pedro y me atendió una niñita de unos cinco años, a Pedro logré verlo escondido detrás del diario. No pedí permiso, entré y lo abracé con todas mis fuerzas. Lloramos de la emoción, le presenté mi familia y hablamos por un largo rato. -Vuelvo para quedarme en mi pueblo- le dije tan emocionado que no pude evitar las lágrimas- No me contestó, pero noté que temblaba en cada movimiento que efectuaba. Buscó algo entre unos papeles de su biblioteca -¡espera un momento tengo algo para vos!, estaba nervioso, trababa cada palabra que intentaba.- Creí que no te vería más, iba a quedar en deuda con tu padre- me dijo, obsequiándome una fotografía donde mi madre y mi padre rebozaban de juventud y sueños. La niñita, me miraba y sonreía, mi mamá dice que al abuelo le dicen diario mojao, porque no se le entiende nada- dijo y salió corriendo de la sala….

General Güemes Mayo de 2007
de Ave Errante (Derechos Reservados)

No hay comentarios:

Publicar un comentario